Alegato a la esperanza en la era Trump

17/03/2025

Proclamar la esperanza puede parecer un gesto bien intencionado, voluntarioso, o incluso una ironía, a la vista del protofascismo de Donald Trump y la tecnología que le rodea. La amenaza emerge en un clima de destrucción ambiental, de incendios e inundaciones, y también de guerras que caldean en los confines de Europa con conflictos geopolíticos por la disputa de los recursos naturales que escasean, involución democrática, y más… Ahora bien, ante la ausencia de un futuro previsible y de progreso, la esperanza es una apelación a la voluntad. Es -dice el filósofo sudcoreano Biung-Chul Han- el prerequisito para afrontar los miedos anticipando desde la voluntad los acontecimientos para transformar el mundo (L’esperit de l’esperança, Biung-Chul Han, Herder). La esperanza es una actitud imprescindible en la era Trump.

Vivimos un tiempo agotado. El modelo industrial del capitalismo extractivista, de la cultura de la apariencia y la simulación, y del consumo low-cost, se ha agotado superado por la cultura digital y la crisis ecológica que oscurece la expectativa de futuro replegándose en un presente narcisista que añora tiempos pasados. Los nostálgicos del pasado, aunque disfrazados de críticos antisistema desde el sistema, recelan de un futuro al que temen por desconocido. Pero la esperanza vive en el futuro. Un futuro que no existe en sí mismo, sino en la capacidad humana de liberarse de un presente agotado, para proyectarse hacia delante. Quien está esperanzado no tiene certezas, pero ha puesto rumbo al futuro que aún no existe. ¡Para quien tiene esperanza el futuro aún no se ha agotado!

No obstante, el acomodo y la actitud reaccionaria como forma de docilidad política que bloquea la voluntad de su emancipación revive viejos patrones de vida ahora obsoletos. Los años 80 fueron años de desencanto en relación con el efecto desmoralizante de masas que comportaba la crisis de la civilización industrial golpeada por un paro juvenil masivo jamás visto que condicionaba todos los ámbitos de la vida humana, explicaba Joan Garcia Nieto el año 1985. Unos años más tarde, un ensayo –La joventut entre l’encant i el desencant del exmonje de Montserrat Jordi Vila Abadal- reflexionaba sobre los refugios y las huidas de los jóvenes hacia la droga, las bandas juveniles y las estéticas identitarias, por la falta de incentivos y de propósitos de una sociedad que sólo ofrece expectativa de consumo y de placer inmediato y efímero.

Cuando el espíritu postmoderno ya había puesto en crisis la idea de futuro como horizonte y sentido para el transcurrir de la sociedad, el desencanto como sentir social iba unido a una percepción crepuscular, a un verdadero presentimiento de decadencia de un presente capitalista que encadena hombres y mujeres al deseo de lo que es nuevo y exalta la euforia del consumo. El postmodernismo es la cultura del simulacro, la explosión de lo inmediato, de la moda, del cambio permanente y el disfrute material, que rebaja la expectativa de vida a un presente como negación de futuro, y al individuo en vez de la persona.

La crisis industrial de los años 80 forjó un sentimiento de pérdida, de desposesión material y desfallecimiento del progreso que llevó a los jóvenes al pasotismo.  Los hacía indiferentes a aquello que se debate en la vida política y social. En la actual mutación postmoderna tardana del capitalismo del siglo XXI -dice Matt Colquhoun- con la explosión de las redes sociales, despunta una sociopatía o trastorno narcisista, sobre todo entre los jóvenes, que consiste en compartir las minucias de la existencia diaria como si los detalles de nuestras vidas merecieran tanta atención de parte de los demás (Narciso desatado, Matt Colquhoun, Mutatis Mutandis Edit.). El motor libidinal que impulsa a compartir en exceso, a propagarse en las redes, es el mismo que el de los jóvenes de hace 40 años: el constante anhelo de lo nuevo. Igual que aquellos jóvenes, a los jóvenes de hoy el instinto de autoconservación se bloquea en el yo y en el presente en vez de encontrar satisfacción en los otros y proyectarse hacia el futuro. ¡Donald Trump es el narcisista por excelencia!

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Aquellos jóvenes son ahora la generación de boomers que añade a la cuenta de pérdidas el hundimiento de las verdades y aprendizajes a lo largo de la vida. En el intervalo de transición hacia un nuevo sentido común que se impone desde los nuevos escenarios culturales como el feminismo, la sostenibilidad, y también tecnológicos, con la construcción de las redes sociales, se desata un terremoto que asola el edificio social en un proceso de deconstrucción de valores y referentes. El primero que entra en disolución son las fronteras físicas y virtuales que dan seguridad porque contornean los límites de la nación, de la propiedad, de la identidad y la intimidad, separando y ordenando conceptos a la vez que delimitando ambiciones y deseos. ¿Pero qué pasa cuando se diluye la membrana que separa masculino de femenino porque el género se pretende performativo? ¿Y cuando se cuestiona el orden internacional y las fronteras de la guerra fría que dimos por buenas, pero que de repente se han vuelto antiguas en Ucrania, el Líbano, Palestina o Groenlandia? ¿O cuando el teletrabajo, el e-commerce, la universidad online i el estreaming hacen confluir el lugar de vivienda, trabajo, compras y estudio en el mismo espacio? ¿O coches, patinetes, peatones y runners… compartiendo la misma plataforma viaria? Saltan por los aires convencionalismos, leyes y normas escritas y no escritas que hay que resituar.

Las fronteras difusas generan malestar y alimentan el ansia populista de reconstruirlas con contundencia. El muro con la frontera mejicana y los aranceles a la importación son los muros de Donald Trump, que tramposamente prometen la seguridad perdida. Pero son inútiles en un mundo global donde las crisis ni se originan ni se resuelven en espacios delimitados, gobernables independientemente, sino en las dinámicas de los flujos materiales, energéticos, de información, migratorios… (Societats obertes, Daniel Innerarity, La Vanguardia).

Esta segunda desposesión, la de las verdades, es decir, las seguridades, como consecuencia del cambio cultural, que suma a la primera desposesión, la del progreso, añade más combustible a las actitudes reaccionarias, incrédulas y negacionistas que buscan refugio en el pasado. Actitudes que bucean en la nostalgia de un pasado mejor, buscando espacios sentimentales donde desplegar la ansiedad, el enfado, la ira, o la confianza. Un escenario donde el poder seductor de la nostalgia orienta el voto hacia posiciones de extrema derecha y antisistema como las que han elevado a Donald Trump a la presidencia de los EE.UU.

La nostalgia, al contrario de la esperanza, es una reacción melanconiosa ante un orden que se siente amenazado. Es el refugio de los que se sienten desposeídos de sus verdades. El nostálgico anhela una patria que le encadena a aquello que habría podido ser, y así, de esta manera, se convierte en una víctima de la promesa incumplida (El temps de la promesa, Marina Garcés, Anagrama). Nos habían prometido un futuro de progreso, de bienestar, de crecimiento. Pero, contrariamente, nos hemos encontrado el cambio climático, una desigualdad creciente, unas clases medias que han perdido estatus, los hijos que no pueden emanciparse, el abandono del mundo rural… La nostalgia es el lugar de la restauración en un sentido político, e incluso psicológico. Es el lugar de los revivals nacionales, religiosos, ideológicos que con la seducción y la manipulación anulan el pensamiento crítico en favor de una vinculación emocional. Es el retorno de Donald Trump, Milei, Marine Le Pen, Meloni, Abascal, Sílvia Orriols…

Lo que lleva a la desesperanza es la policrisis global que nos enfronta a factores adversos y riesgos que se realimentan provocando un efecto multiplicador de la incertidumbre y la inestabilidad. El mundo está en transición y el cambio de paradigma es global. Cambian los valores, se difuminan los contornos conceptuales de aquello conocido o que se creía conocer. Caen fronteras virtuales, por ejemplo, en la concepción de género. Los conocimientos tanto tiempo cultivados para una vida profesional han perdido valor y las nuevas skills digitales abren brecha. Se apilan montañas de electrodomésticos que ya no sirven, a la vez que crece el escepticismo hacia las ciudades sin coches, vacaciones sin lowcost, identidades digitales y algoritmos que suplantan trabajadores… Los cambios de paradigma global, en la transición de una revolución industrial, siempre tienen efectos traumáticos, si no violentos, porque desaparece una lógica, un sentido común social, que como el viento del desierto borra las huellas y los caminos sin los cuales la sociedad deambula indigente, sin rumbo.

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Pesimistas con la razón, pero optimistas con la voluntad -cita atribuida a Gramsci-. La voluntad lo puede todo. En cambio, la razón sólo rastrea lo que ya existe. Sólo entiende de aquello que ya ha pasado, de lo que se conoce, pero no dice nada sobre lo que ha de suceder. De nuevo el filósofo coreano en su sugerente ensayo L’esperit de l’esperança reflexiona: la esperanza genera su propio conocimiento. Su forma de conocer no es retrospectiva, sino prospectiva. El pensamiento esperanzado se articula en la anticipación y el presentimiento. Cuando la razón invitaría a recular, la esperanza nos permite continuar.

Tener esperanza es soñar despierto, no porque el optimismo nos lleve al convencimiento de que todo irá bien: que acabaran las guerras, que detendremos el cambio climático o que Europa no volverá a ser fascista, sino porque vale la pena hacer que sea posible, al margen de como acabe después. La esperanza es una pasión por la posibilidad. Quien está esperanzado no tiene certezas, pero ha puesto rumbo al futuro, al que aún no existe. La esperanza es lo único que puede salvar Europa del movimiento contracultural y antidemocrático que alimenta el populismo. Sin esperanza estaríamos ya derrotados. Con esperanza conquistaremos el futuro.

Salva Clarós