Escrito por Àngel Miret
En estos momentos escribir sobre cualquier otra cuestión que no sea la de las escalofriantes consecuencias de las inundaciones en el País Valencià resulta difícil. Sería un ejercicio de abstracción sobre aquello que nos rodea, de lo que nos define como humanos, prácticamente imposible, casi un absurdo. Ya sé que entretanto persiste la masacre a Palestina y la brutal guerra entre Rusia y Ucrania, y que en un solo día mueren más personas en cualquiera de estos conflictos que los que ha provocado la Dana en València, pero es que nuestro dolor solidario es más intenso – y esto, como decía, es humano pero posiblemente no es justo – cuanto más próximo es quien lo sufre. Nos conmueven las desgracias de nuestra familia, de los amigos, de los vecinos…más que las que afectan a personas más lejanas, tanto desde una perspectiva geográfica como cultural. La violencia y el dolor son tan habituales en algunos lugares del mundo que nuestra mente los evalúa inconscientemente como hechos normales (que confundimos con habituales): la destrucción y el número de víctimas en Palestina, en el Líbano o en Ucrania apenas nos impresionan. Es la consecuencia de un mecanismo defensivo de nuestro organismo porque, si no fuese así, ¿cómo podríamos vivir soportando diariamente el sufrimiento por cada joven soldado muerto, o el dolor inimaginable de una madre que entierra a sus hijos asesinados por un avión de combate, o el de unos ancianos muertos de inanición al no poder huir de su vivienda situada en plena línea de fuego? ¿Nos trastornaríamos o nos suicidaríamos? ¿O quizás, al contrario, ya nada nos importaría ante tanta maldad e ignominia? Como respuesta nuestro instinto biológico nos limita las emociones primarias y sitúa nuestra indignación y el horror en el terreno de la racionalidad.
Y también sé que todos los habitantes del mundo nos jugamos nuestro futuro en las próximas elecciones de Estados Unidos, y no olvido las provocaciones militares de unos y otros, las guerras en el Yemen y en Etiopía, el terrorismo islamista, el narcotráfico, las consecuencias devastadoras del cambio climático en todo el mundo y tantas otras desgracias, pero hoy mi corazón está sobre todo junto a las víctimas de Paiporta y de los otros municipios valencianos, pensando en la manera de hacerles llegar nuestra compañía y solidaridad. Y rezando por ellos. Y después, cuando corresponda, exigiendo responsabilidades a políticos torpes e incompetentes, responsables de buena parte del desastre que, como siempre, ha intentado compensar la solidaridad ciudadana.
Finalmente: ya sé que lo que ha ocurrido en València es poca cosa si lo comparamos con las miserias y las desgracias que cada día acontecen en el mundo, pero yo hoy oigo las campanas que tocan a muerte junto a mi casa.