Hoy, 10 de diciembre de 2023, miles de personas de todo el mundo -también la gran mayoría de líderes políticos y sociales de todos los colores y muchos de ellos sin la más mínima vergüenza- se llenarán la boca para “celebrar” el 75 aniversario de la firma de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Con esta afirmación no quiero decir que no sea bueno y oportuno conmemorar este hecho histórico, ni menospreciar el hecho de que esta Declaración posee un altísimo valor moral, político y jurídico. Ha sido una meta elevada de progreso y se la ha descrito como una columna vertebral moral de la sociedad humana, ya que parte de la base de que estos derechos son inseparables de las propias personas por el solo hecho de serlo. Dicho esto, quiero añadir que esta efeméride no se puede reducir al recuerdo puramente histórico de la solemnidad y la emoción del acto formal de su Proclamación, sino que es necesario mantener una mirada de futuro esperanzado que aún nos exige su plena implementación.
La Asamblea General de las Naciones Unidas, reunida el 10 de diciembre de 1948 en París, aprobó la Declaración en presencia de los impulsores y autores del proyecto, encabezados por Eleonora Roosevelt y René Cassin. La Declaración no es propiamente un Tratado que contenga medidas de ejecución o aplicación directas, en el sentido estricto del derecho internacional. Tampoco no pretende ninguna clasificación de los derechos en categorías o generaciones, aunque prioriza las libertades individuales clásicas antes que los derechos sociales o colectivos. En los años 1966 y 1967 se adoptaron dos convenios vinculantes y más efectivos; fueron los llamados Pactos Internacionales para las Libertades y Derechos Políticos, y para los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (conocidos con las siglas DESC), que el estado español no ratificó hasta el año 1977.
A pesar de que se reconoce que la Declaración tiene un sesgo liberal propio de los países occidentales, hay que admitir que representó un esfuerzo y un paso importantísimo hacia la universalización. Después, con la incorporación de las llamadas nuevas generaciones de derechos y la presión de países de otros continentes y de los que se habían liberado del yugo colonial, se ha convertido en una pieza clave para avanzar en políticas de justicia social y solidaria.
Ciertamente, esta efeméride que debería ser gozosa se nos presenta hoy en un contexto especialmente preocupante. Como nos decía el añorado Víctor Codina poco después de salir de la pesadilla de la pandemia: “no sólo existe la asfixia vital, física y pulmonar, sino que también vivimos situaciones de asfixia colectiva y ambiental, local y mundial: la crisis climática, las guerras de Ucrania y Tierra Santa, y otras más escondidas, pero reales y sangrientas, en otros lugares del mundo; personas migrantes que mueren en el cementerio del Mediterráneo, la corrupción, el machismo, la destrucción de la Amazonia y de buena parte de los ecosistemas…” (Cuadernos Cristianisme i Justícia, num.235, 2023). Efectivamente, entre los grandes gritos por violación sistemática de los derechos humanos es necesario tener presente la crisis migratoria, que no sabemos resolver si no es con fronteras de alambres, muros, expulsiones, fría burocracia y muertes en el mar, y, por otra parte, la situación cada vez más grave del cambio climático que destruye la casa común y provoca hambre y pobreza.
Por eso es necesario un planteamiento nuevo y atrevido para avanzar en el eje de los derechos llamados de solidaridad o colectivos. La misma ONU, en la Declaración de Acción de Viena sobre los derechos humanos aprobada en junio de 1993, ya ratificó rotundamente que “todos los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes, y están relacionados entre sí; la comunidad internacional los ha de tratar de manera global, justa y equitativa, en pie de igualdad y dando a todos ellos el mismo rango y protección”. Posicionamiento que ha reiterado una Resolución del Parlamento Europeo de enero de 2021, que reclama políticas contundentes para hacer frente al problema de la vivienda y otros derechos sociales. Ha habido pensadores y economistas que han hecho propuestas concretas para afrontar la desigualdad: por ejemplo, Thomas Piketty ha propuesto una fiscalidad progresiva y su implantación universal para que se pueda invertir en derechos sociales como la salud, la educación, el trabajo, el equilibrio ambiental, y un modelo de nueva gobernabilidad mundial de tipo confederal basado en la ética y la búsqueda del bien común.
¿En qué hemos fallado después de 75 años? También se lo preguntó Robert Badinter, jurista y humanista francés que fue presidente del Consejo Constitucional y ministro de Justicia. Bajo su mandato se abolió la pena de muerte en el país vecino. El año 2008, cuando la Declaración cumplía 60 años, preguntaba: “¿podemos estar satisfechos los defensores de los derechos humanos? ¿se han cumplido las promesas de aquel amanecer del 10 de diciembre de 1948? ¿hemos exigido el compromiso que está inscrito en el Preámbulo de la Declaración: que todos los países y toda la humanidad garanticen el respeto universal y efectivo de los derechos humanos y de las libertades fundamentales?“
Estoy seguro de que una de las claves para revertir esta situación se halla en la educación y la formación de la ciudadanía, para que tome conciencia y defienda la dignidad de todas las personas. La misma Declaración contempla y promueve este objetivo. Desde la convicción de que somos iguales y participamos de la misma dignidad podremos afrontar los retos. Una exigencia aún mayor para los que forman parte de entidades y organizaciones inspiradas en el deseo del bien común para una sociedad más justa y en paz.
Eudald Vendrell
Miembro del Eje de Derechos Humanos